Estamos en presencia de un proceso de globalización cada vez más extendido con fenómenos de violencia que se expresan en distintos niveles: guerras, enfrentamientos étnicos y raciales, migraciones masivas con efectos mortíferos, violencia de género, trata de personas, criminalidad aumentada, avance descontrolado del consumo de drogas y así.
Lo dicho, sumado a las nuevas biotecnologías y sus efectos, – no siempre los mejores – están produciendo un impacto en los cuerpos individuales y generales de una sociedad que se mueve por momentos en el sentido del dislate. Así es como va surgiendo un creciente universo humano psicopatológico de acción que a estas alturas desafía y hasta invalida ya a cualquier teoría psicológica que hay sido fundada en tiempos históricos sociales más equilibrados. Producto de esas pulsiones desenfrenadas, queda exaltado el goce ilimitado, infundado y hasta morboso. Pero ojo, sabido es que toda tendencia al exceso marca un déficit inicial.
Casi casi, diría yo estamos ante el surgimiento de un cierto placer por perder el control, que a la vez que desafía a la propia represión abre las puertas a la destructividad, cosa jodida que todos en un cierto grado portamos, mal que nos pese. Se trata de ese mal interior, especie de asesino (Tánatos) habitante nuestro quien bajo determinadas condiciones de promoción puede hacerse presente auto o heteropunitivamente. En mi opinión todo se centra en el afecto o afectividad. Y sus innumerables concomitantes como la autoestima, el dolor psíquico, la injuria narcisista, el abandono, la pérdida, el desamparo, la desprotección o la sobreprotección parasitaria y otras tantas cuestiones ligadas a lo dicho. La mayoría de los que ya hemos atravesado la cincuentena de años, criados y formados al amparo de una noble educación hacia los valores y al ejercicio de los sentimientos positivos entre humanos, nos vemos descolocados en esta sociedad libidinosa centrada en el poder egocéntrico y la satisfacción vertiginosa, que lleva a desdeñar al prójimo, busca la captura veloz del goce pulsional individual a un mismo tiempo que no lo hace interrogarse sobre su coincidencia con el genuino propio, y así van las cosas. Lo expuesto abre dudas sobre cómo conceptualizar los efectos aberrantes devenidos de esa violencia ejercida desde un ser humano a otro, toda vez que es la violencia precisamente la que está imponiendo los modos de relacionamiento entre las personas. Además, bajo un clima social adonde está quebrado el ejercicio de la tolerancia.
La anomalía de las relaciones materno filiales o primarias que ha creado esta sociedad “new age”, que poco de vínculo construye, esta visto que no solo afecta al individuo en cuestión sino que va a afectar a la sociedad toda. La gente gestada y criada en la violencia, no solo la de los golpes sino en la de la crianza del “ no me importas o me importas poco” construye huellas mnésicas que no desaparecen jamás ya que todo se conserva de alguna manera en el psiquismo. Lo que de suyo va tiene la capacidad de volver a surgir posteriormente en condiciones favorables o no de la propia vida. Y esto es lo que estamos viendo cada día más. Y no se le encuentra el rulo al pelo. Desgraciadamente, estamos sometidos a vivir en esta sociedad adonde el maltrato es un rasgo bien distintivo, adonde se usa la chicana más grosera y abusiva para no hacerse cargo de los deberes propios frente a un Otro en la sociedad que se integra. Basta con oír a ciertos políticos y funcionarios, sindicalistas y legisladores; analizar el quehacer de las fuerzas del orden; echar una ojeada al curriculum respectivo y al de los docentes enseñantes de los que aspiran a aprender y así…
No obstante lo dicho, no bajemos los brazos. Al menos desde lo personal propongo rechazar la violencia poniendo en su lugar a ese Otro que se descoloca y nos maltrata. Un NO a tiempo y en su forma, puede funcionar como un SI para el resto de la vida.