«LA INTRUSA» de Jorge Luis Borges (1970)

Cuento. Texto completo.
Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida
por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que
falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el
partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de
esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por
quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había
acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de
Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La
escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico
cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya
preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.

En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo
que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa
gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas
páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en
la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El
caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se
divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás,
entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas
dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta,
el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos,
de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban
por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es
imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la
policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no
llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos,
cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo
cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y
ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.

Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo
forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo
unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.

Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos
habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues,
comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que
ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas
baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo,
donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con
mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la
mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el
descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.

Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió
un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una
muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo
más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba
enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él,
previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.

Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio
el oscuro de Cristián atado al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo
con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián
le dijo a Eduardo:

-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a
la Juliana; si la querés, usala.

El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un
tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de
Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin
apuro.

Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los
pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El
arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los
hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero
buscaban, y encontraban razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de
unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y
Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre
no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la
posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.

Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con
Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue
entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla
de Cristián.

La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero
no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la
participación, pero que no la había dispuesto.

Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas
al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella
esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la
recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el
rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle
nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje.
Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche
cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato
ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.

En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la
mañana (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar
su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero,
a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían
incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas
ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la
Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos
reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno.
Parece que Cristián le dijo:

-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más
vale que la tengamos a mano.

Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y
se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no
verlos.

Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución
había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín
andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué
rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su
exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que
habían traído la discordia.

El mes de marzo estaba por concluir y el calor no
cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que
volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:

-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo;
ya los cargué; aprovechemos la fresca.

El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur;
tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba
agrandándose con la noche.

Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que
había encendido y dijo sin apuro:

-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los
caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con su pilchas, ya no hará más
perjuicios.

Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro
círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.